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La fuerza y el sacrificio de un joven músico

Historia de Héctor Hernández, ganador del premio Jaime Dobato al mejor chelista

Héctor Hernández durante un concierto
Foto: página web del conservatorio Teresa Berganza
Dicen que la vida del artista es dura. En el caso del músico, es completamente cierto. Hay que empezar desde pequeñito, adquiriendo una disciplina que poco a poco se va convirtiendo en pasión, haciendo unos sacrificios que, con mucho trabajo y algo de suerte, darán lugar a satisfacciones que lo compensen todo.

Héctor Hernández Prieto es un joven de dieciséis años, cursa el sexto y último año del grado profesional en el Conservatorio Teresa Berganza y, al mismo tiempo, hace frente a sus estudios de segundo de bachillerato. El pasado día veintiséis de septiembre, fue galardonado con el primer premio Jaime Dobato al mejor chelista, un certamen que se celebra en Alcañiz (Teruel) y que ya va por su segunda edición. 

José Manuel Hernández, padre del joven intérprete, establece una especie de similitud entre la preparación de un músico y la de un deportista. “Héctor está constantemente trabajando. Él tiene un repertorio base, que va moldeando según vayan surgiendo los concursos o los conciertos. En un momento dado puede hacer un esfuerzo extra para introducir alguna obra de carácter obligatorio o puntual, pero normalmente él va preparándose un repertorio que va ampliando poco a poco y de manera constante”.  Tan solo un par de semanas después de haber obtenido el premio en Alcañiz, Héctor se plantea el siguiente objetivo: a día de hoy, se encuentra en Berlín, concursando en el prestigioso certamen  Paul Hindemith contra músicos de todas las nacionalidades. 

Tuvo su primer contacto con el chelo a la tierna edad de tres años. Su relación con el instrumento no fue exactamente amor a primera vista: “al principio, pensó que el instrumento se tocaría solo” recuerda José Manuel entre risas. A los siete años, ya comenzó a formarse de manera definitiva en la Escuela Municipal de Música de Alpedrete. Desde el principio, como la mayoría de niños que comienzan a estudiar música, tuvo que compaginar su formación musical con los estudios obligatorios. “Es una vida muy dura y sacrificada”, afirma José Manuel, “los martes, por ejemplo, tiene clases de tres y media a siete y media de la tarde, mientras que el jueves, tiene de cuatro a diez de la noche”. Por supuesto, todas las mañanas ha de acudir rigurosamente a sus clases de bachillerato. “Esos días no tiene tiempo material para hacer ninguna otra cosa más. Y no solo tiene que practicar el instrumento, tiene que hacer sus deberes y prepararse los mismos exámenes que el resto de compañeros”.  Por eso, Héctor aprovecha cada momento libre para dedicarse a tocar. Cada vez que puede, practica una media de tres o cuatro horas seguidas, exprimiendo al máximo los fines de semana para sacarles el todo el partido posible. 

Tienen que empezar desde muy jovencitos, se les exige mucho desde muy pronto. “A un niño de siete años no le puedes pedir que sea profesional, que te diga desde el principio si desea dedicarse a esto”, declara José Manuel. “Si sigue progresando, puede que llegue lejos, si no, lo más probable es que se quede por el camino”. A día de hoy, por suerte, Héctor tiene claro que quiere dedicarse a la música, pese a lo difícil que está la situación laboral y profesional dentro del sector en nuestro país. “El problema es que en España, la música no está muy buscada. No hay tanta tradición”, opina José Manuel. “En otros países como Francia, la música tiene más peso, hay muchas más orquestas y, en definitiva, goza de más prestigio social”. Para acudir a Berlín, Héctor tuvo que costearse sus billetes de avión, sin encontrar el apoyo de ningún organismo que pueda ayudar a los músicos de esta manera. “Otras actividades están más apoyadas. El deporte, por ejemplo, está más apoyado. Los deportistas salen por la tele, izan la bandera, dan caché… la música no está apoyada en ese sentido”. Sin embargo, al final, padre e hijo lo tienen claro: “uno tiene que dedicarse a lo que le gusta. Hacer una carrera o emprender unos estudios simplemente porque tengan salida, nunca es una buena idea”. 

El pasado veintiséis de septiembre, Héctor se enfrentó a once chelistas dentro de la categoría de quince a dieciocho años y se proclamó vencedor. Para ello, interpretó uno de los estudios de David Popper, que estaba considerado como el Sarasate del violonchelo, requerido de forma obligatoria por las bases del concurso; además de la conocida como la Sonata de la Emperatriz, de Boccherini y la obra Variaciones sobre un tema rococó de Tchaikovsky. No es la primera vez que gana un concurso, ya fue galardonado durante la pasada primavera el primer premio de violonchelo en el Concurso Internacional Flame, en París, un concurso que da cabida a todos los instrumentos. 

Héctor no lleva la vida típica del adolescente medio: encadena concursos de diferentes países, practica con su instrumento de forma disciplinada y constante, acude a clases, conciertos y cursos de todo tipo y, además, ha de lidiar con los mismos problemas y preocupaciones que tiene cualquier joven de su edad. Muchos se preguntarán si entregarse a una vida colmada de esfuerzo y sacrificio de esta manera merece realmente la pena. Él es el único que tiene la respuesta, aunque algo nos dice que la sonrisa que ofrece el músico al saludar mientras es obsequiado con un torrente de aplausos significa solo una cosa. La pasión es un elemento esquivo, difícil de encontrar. Pero cuando el músico la encuentra, la conoce y la comparte, se convierte automáticamente en la persona más afortunada de este planeta. 

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